Palidecía la diestra del asesino. Las primeras nauseas aparecieron y nublaron de arcadas su garganta. Lo había conseguido pero no como había previsto, la leyenda del crimen perfecto era verdadera: no existía. Nunca estuvo demasiado cerca de lo que meses antes había planeado. La realidad distaba mucho de lo dibujado en los bocetos de su pequeña libreta. No había excusa alguna; lo hecho, hecho está y no hay marcha atrás. El exilio será la única salida.
Una profunda arcada, seguida de dos más y por fin llegó el vómito.
Nunca imaginó que aquel delicioso croissant acabaría de esa forma: mezclado con bilis y sangre. Nunca un desayuno tan delicioso (le había costado la friolera de dos pavos) había tenido un final tan repugnante.
Luego vendrían los temblores.
La víctima seguía respirando, todavía en pie, chorreando sangre pero en pie. El asesino lo comtemplaba con ojos muy abiertos, como si los párpados no existieran.
Un último intento: exala, inhala, exala, inhala...
Jadeo, tos, vómito.
Inspira, expira, inspira...
Una lágrima cae del rostro vencido del asesino, la misma lágrima que se desprendió del ojo de la víctima, la misma lágrima que quedó colgando de la pestaña de la misma persona.
El espejo mostró un cuerpo tendido en el suelo, encima de un charco de sangre y vómito. Era hora de ascender de nivel, bajando la escalera que subía al callejón de las almas perdidas.
Lo había hecho y no se arrepentía.
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